martes, 11 de diciembre de 2012

El legendario arriero don Antenor Sánchez


Dr. Ricardo Alonso, 10/dic/2012 para El Tribuno

Los problemas eran la distancia de 700 km entre las zonas ganaderas y las salitreras, y la altura sobre el nivel del mar, que superaba los 4.000 m.
El traslado de ganado a pie era cosa seria y requería de hombres con coraje mayúsculo y duchos en las destrezas propias de los vaqueros.
Una de las proezas más extraordinarias y menos conocidas de la historia salteña fue llevar ganado a pie cruzando la Puna y la Alta Cordillera de los Andes camino a la costa de Chile. Esto tuvo lugar a fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Para entonces la costa del Pacífico reunía una riqueza singular y excepcional como eran los yacimientos de guano y de nitratos. Singulares por ser depósitos únicos en el mundo y excepcionales por su magnitud. Efectivamente concurren allí características geológicas únicas que incorporan cuestiones de tipo biológico, climático y químico. El guano es el producto de la riqueza biológica marina que permite la vida de una importante avifauna ictiófaga cuyas deyecciones en los acantilados se han acumulado hasta formar decenas de metros de espesor. 

La extrema sequedad del desierto y la ausencia de lluvias lograron que esas acumulaciones de guano se conservaran intactas y no desaparecieran por lavado. El guano es un excelente fertilizante por los altos contenidos de fósforo. Por su parte los nitratos son también la consecuencia de particulares condiciones climáticas tales como la aridez extrema y una química especial. Téngase presente que el nitrógeno es un elemento propio de la atmósfera, pero que está precipitado en los suelos del norte chileno formando capas de nitratos de sodio (nitratina) y de potasio (nitro). Los tres elementos químicos básicos para el crecimiento de los cultivos son precisamente el nitrógeno, el potasio y el fósforo. De esta manera el norte chileno tenía la suma de esos tres elementos químicos esenciales para fertilizar los suelos. Europa requería de esos fertilizantes para mejorar sus tierras exhaustas y ello llevó a que miles de barcos se abastecieran de su preciosa carga mineral en el norte chileno y cruzaran con ella el océano. Florecieron así cientos de explotaciones salitreras a lo largo y ancho de la faja desértica costera. El desierto híper árido no tenía nada para la subsistencia de los mineros pampinos. 
De allí entonces que había que proveerlos de todos los insumos necesarios en comestibles, vestimentas, herramientas, aguardiente y otras vituallas. Una de las necesidades básicas era carne fresca. La gran cuenca ganadera se encontraba al otro lado de la cordillera, en los valles húmedos y llanuras vegetadas del noroeste argentino. El problema era por un lado la distancia de unos 700 km entre las zonas ganaderas y las salitreras, y por otro la altura sobre el nivel del mar que superaba los 4000 m en cualquiera de los pasos cordilleranos. Por ello el traslado de ganado a pie era cosa seria y requería de hombres con unos corajes mayúsculos y duchos en las destrezas propias de los vaqueros. Fue así como se formó una elite de gauchos rudos, diestros en el manejo del caballo y del ganado. La cuestión era acompañar el traslado de las tropas de toros a los cuales se les colocaba herraduras para evitar que destrocen sus pezuñas en las rocas calientes y cortantes del desierto. Los toros que llegaban desde varios puntos del NOA se concentraban en el Valle de Lerma y desde allí partían por diferentes rutas, quebradas, abras y pasos al otro lado de la cordillera. Cruzar la Puna y la Alta Cordillera no era cosa fácil. 
Allí en las alturas el agua es mayormente salobre o salada, los pastos son duros, silíceos e incluso venenosos, las temperaturas bajan por debajo de cero grado en las noches, los vientos son secos y fríos, y entre ellos el famoso viento blanco puede congelar y hasta matar al desprevenido. Entre los hombres que apostaron al riesgo de ese duro trabajo se encontraba un gaucho salteño de excepcionales cualidades. Era don Antenor Sánchez del cual Juan Carlos Dávalos habla con admiración e inmortalizó en su famoso cuento titulado “El Viento Blanco”, uno de los clásicos de la literatura argentina. Comienza su cuento mentándolo en el inicio de la prosa cuando dice: “Antenor Sánchez dio la voz de alto. Disciplinado por seis días y cinco noches de viaje, la remesa detúvose al mismo tiempo que los arrieros”. Y luego sigue Dávalos, con pluma maestra, narrando las peripecias del duro trajinar de esos hombres callados que de golpe se encuentran con una fenomenal nevada que trae aparejada la desgracia a la tropa de hombres y animales. Antenor descubrió muy joven que tenía habilidades especiales con los caballos y así se lo expresó a su padre quién no estaba para nada contento con que dejara los estudios. Pronto dio muestras de una extraordinaria habilidad como domador, no solo en Salta sino también en Chile y en Buenos Aires. 
Llevar remesas de ganado a Chile requería de hombres con características especiales y Antenor parecía hecho a medida. Por muchos años fue el arriero que trasladó miles de toros herrados a Chile de los cuales aún quedan muchas osamentas momificadas en las sendas saladas y arenosas de la Puna como un mudo testigo de aquellos tiempos de bravura y heroísmo. Antenor Sánchez dejó escrito un libro que hoy constituye una rareza para bibliófilos. Se trata de la obra “Apuntalando la Tradición: Amanse y arreglo de potros y mulas” (136 p), publicado en Salta en 1956 con fotos en blanco y negro del autor montando soberbios caballos, e incluso desfilando en la plaza 9 de Julio. 
Comienza la introducción diciendo “...entraña (el libro) las experiencias adquiridas en mi vida de hombre de campo, en la que me vi precisado a luchar a brazo partido con la naturaleza a la que había que vencer en sus distancias, en sus inclemencias representadas por sus fríos, sus calores, sus lluvias torrenciales, que provocaban grandes crecientes de ríos y arroyos, que había que vadearlos a caballo por falta de puentes, obligaban al gaucho a preparar sus cabalgaduras en una forma tal que le sea fácil vencer obstáculos y distancias, contando para ello con la educación dada a sus pingos”. En el libro hay poesías dedicadas a Antenor por Arturo Dávalos y Félix Sagasta, cartas de Juan Carlos Dávalos y Abel Mónico, textos de Alberto Córdoba y un relato anecdótico del Ing. Romeo M. Gaddi, que cuenta un viaje de cacería junto a Antenor, Arostegui y el Ing. Julio Mera. Por su enorme valor este libro debería ser reeditado. Antenor Sánchez, el mítico salteño y genuino representante de nuestra estirpe gaucha, está enterrado en el cementerio de Campo Quijano

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